El cielo de Colombia no tiene nubes, lo descubrí ayer cuando por primera vez miraba hacia arriba. Sí, es que nos hemos acostumbrado desde pequeños a mirar siempre adelante y a caminar a paso firme, a no tropezarnos o bueno, a hacer a un lado lo que no nos permite caminar.
No había detallado que arriba es de un azul profundo como el de la bandera, entero y opaco, no se esconden los aviones y pasan sin cesar los pájaros. Nunca vi el sol tan cerca, ¿será esa la causa de los calores que hace por estos días?, y de la luna puedo decir que pensé que sólo salía de noche.
Alguna vez existieron en este país, hacían figuras y formaban animales o rostros, pasaban rápido como el tiempo y se detenían a dejar la lluvia, se dice que parecían algodón y que provocaba cogerlas con la mano, incluso comerlas. Cuando atardecía cuentan que se juntaban con el sol para hacer un espectáculo de luces y degradados.
No las conocí, pude ver en cambio, en noticieros nacionales, otros cielos estrellados de los países vecinos. Tampoco pregunté qué había pasado con ellas, tuve miedo de ser declarada cursi o irreal en un momento donde los héroes de la patria nos informaban que debíamos tener la mirada en el blanco, en ese riesgo siempre palpable que tenía en mis manos pero que ni siquiera podía tocar o mirar porque era demasiado peligroso, así como la guerra o como los terroristas.
Creo que en Colombia nos olvidamos del cambio y nos dejamos vencer por un miedo impuesto, olvidamos hacer un alto en el camino para mirar hacia otras direcciones. Encarcelamos las nubes para impedirles transformación.
A fin de cuentas, dejamos de ser nube para ser un cielo sin tonalidades diversas, dejamos de llover y hacer tormenta, dejamos al descubierto a ese sol que ahora nos quema. Cambiamos todo esto por una alarma que suena a último minuto o a mandato de presidente y nos dice si es de día o de noche y si hace o no frío para cambiar de traje.
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